"Et secundum multitudinem miserationum tuarum..." (Psm 50)


    Nos encontramos en el centro de este precioso tiempo litúrgico de gracia que es la Cuaresma. Para cada creyente constituye un tiempo de consuelo y esperanza, porque sabe que se le ofrece como oportunidad de nueva recreación de su vida. Toda posibilidad de mejora, de reinicio, de nuevo crecimiento supone alegría y consuelo: es la Paternidad de Dios quien nos atrae hacia esta conversión y nos depara el gozo de poder desearla y realizarla, porque como dice tan a menudo el Papa Francisco, nos sabemos pecadores, sí, pero podemos decir con gran reconocimiento que nos sentimos unos “pecadores perdonados”

      Queremos proponer a la meditación de todos para este tiempo de Cuaresma una pieza excelente tanto en su forma literaria como en la belleza de su contenido espiritual, escrita por María Antonia precisamente el día en que litúrgicamente ella había celebrado la Exaltación de la Santa Cruz. Brevemente esbozamos el contexto en que fue escrita:


     A raíz de la primera Autobiografía de María Antonia (mayo-junio de 1729), escrita por orden de don José Ventura de Castro su confesor, y llevada por éste a Tuy a fin de consultar los favores místicos que en ella se referían, fue retenido allí por el señor obispo, y sin un examen ponderado de las cosas, fue condenado sin pruebas y se le prohibió seguir confesando a María Antonia.

         Este suceso explica un tanto el estado de ánimo que ella refleja en esta ocasión, pues no le son ajenas las consecuencias que su camino de revelaciones y profecía conlleva para todos los que la ayudan, quieren y acompañan. Así pues, gracias a esta particular sensibilidad o sentimiento de “pecado” que ella tiene de sí misma, asistimos a una bellísima petición solemne de perdón.

 [Nota Espiritual 14 Septiembre 1729]

       En el tiempo pasado, díjome mi sumo Bien que se había de vestir de mi piel para que yo sintiese su amor y penas, y que manifestase  al mundo que estoy llena de Cristo crucificado. Y los judíos que me atormentan son los pecados míos y los que veo en su pueblo, particularmente en esta patria adonde me hallo. Y lo peor es en la parte eclesiástica, que éstos eran los que debían dar ejemplo a los demás y  a mí, que no sé sino pecar. Hay algunos que, por la luz que se me ha dado, que están llenos de mil horrores, y un vicio los lleva a muchos; mas éstos, con avisarlos, caerán en la cuenta; pero a mí no me creerán, aunque tuviera licencia de mi prelado para avisarlos; pero tengo entendido que Dios les hará manifiesto mi aviso con darle castigo -en cuanto al cuerpo- para que abra el alma los ojos y que se aparte de aquel letargo en que están de residencia.

  Yo no tengo otro recurso sino mi crucificado Dueño y crucificarme con Él, pues que el pueblo no abre los ojos ni se duele de Él ni de quien padece por el mismo pueblo. ¡Crucifíqueme, crucifíqueme hasta que me muera!, pero también  digo con mi sano juicio que se han de levantar espantados al fin, como se levantaron las gentes cuando mi Amado resucitó, y después me creerán por indigna sierva de Dios. Mas aunque sea después de muerta, he de pedir a Dios por su Iglesia: que voy muy herida del mundo por ver su decaimiento.

      No se espanten porque en tan alto punto quiero volar, siendo yo una pobre mujer y llena de innumerables pecados: han de saber que estoy en el profundo de ellos; y no hablo de mi parte sino ¡pequé, pequé! ni siquiera esto sé decir.

     Al cielo pido perdón de mis horrores, y a mi prelado señor obispo de Tuy, que Dios guarde para bien de su Iglesia. Pido perdón a mis confesores, pues fui causa que uno perdiese su dignidad y honra entre los demás agresores de la Iglesia, abandonándolo como miembro sin provecho; mas espero en Dios que lo juntará al Árbol de la Vida por los delitos que le oponen a su sagrado estado. Perdónenme todos los que conmigo trataron y hablaron. Perdóneme mi marido todos cuantos pesares le di: queda por escrito, si acaso no lo veo antes que me muera. Perdónenme mis hijos, si los crié mal. Perdóneme  mi cuerpo, si no lo castigué bien. Perdóneme mi alma por ser rebelde a sus deseos de amar a quien le dio el ser. Perdóname Tú, dulce Jesús mío, porque no te amé desde mi niñez. Perdóneme mi Madre, que mal venero su santo hábito.
       
                                   Et Verbum caro factum est.

¡A‑Dios, siervos suyos!, que bien me hacen menester vuestras oraciones, que os digo con verdad que tengo un verdugo que continuamente me está arrancando la lengua con inmenso dolor. ¡Los méritos de mi Redentor nos salven a todos! Amén.
 ¡Jesús, María y José!



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