"¡Ay, cruz amada!..."



   Entramos en el Umbral de la Sagrada Pasión de nuestro Señor, en este año de gracia de 2019, queriendo pasar toda esta Semana Santa unidos a sus sentimientos y a su intención suprema de redimirnos. Como cristianos y creyentes, deseamos que se cumplan en nosotros las palabras de san Pablo: “Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús” ¿Qué sentía Jesús mientras apuraba el cáliz, la copa que el Padre le había entregado en favor de los hombres?... Tenemos la respuesta justa en el vasto campo de las Escrituras, donde todo nos habla de Él. Pero también nos dicen algo de esta posible “comunión con sus padecimientos” los santos que han tenido la gracia de compartirlos místicamente. Es el caso de nuestra Madre María Antonia. Sin embargo, en lugar de transcribir directamente el texto en que ella nos narra esta vivencia de la Pasión en su Autobiografía, nos vamos a referir a lo que sobre este suceso ha dejado declarado su confesor, don José Ventura de Castro, aquel que supo llevarla tan bien y comprenderla durante su experiencias místicas más sublimes, en la villa de Baiona. El joven confesor –como nos dirá él mismo al final de esta declaración jurada-, tuvo a bien escribir estos sucesos ocurridos en 1729 mientras estaba retenido en Tuy, sin poder ejercer su ministerio sacerdotal. Preferimos dejar el texto tal y como él tuvo a bien manifestarlo, con las palabras y los gracejos de su estilo propio. Que esta sea nuestra meditación durante estos días, y que saquemos el mismo provecho que sacaban las discípulas y el mismo confesor, aunque sólo veían externamente cuanto Dios operaba en el alma de María Antonia, asociándola a su Pasión, que no se detiene hasta completar el misterio total con la culminación de la Pascua.
[Declaración de don José Ventura de Castro (Infor. ff.46v y ss.)] 

     “Por este mismo tiempo -prosigue este testigo- le dio el Señor a probar los dolores y sentimientos de su Pasión, desde el miércoles de la Semana Santa del dicho año de veinte y nueve por la noche, cuando se comenzaban las lamentaciones en la iglesia del convento de San Francisco, donde estaba, hasta el domingo de resurrección, que se puso del todo buena, rebosando tanto gozo que lo pegaba a los demás: como era a las tres doncellas que la asistían y este testigo que por entonces la confesaba.
Y repreguntado cómo sabe que padeció los dolores y sentimientos de la Pasión, respondió que llegando el domingo de ramos de dicho año, pasando a reconciliarse con este testigo, le previno la encomendara a Dios, porque alguna novedad la esperaba en la Semana Santa; el que mostró no hacer mucho caso de la advertencia, y le dijo que a todos nos importaba encomendarnos a Dios, aunque interiormente hacía oración especial a su Majestad para que la asistiese y a este testigo le diese luz para el acierto. El miércoles santo -prosigue- fue con sus compañeras y la madre de las dos a los maitines de San Francisco, y supo por la mañana de las otras que se había puesto muy demudada mientras los maitines y se había desmayado al miserere, dando lastimosos ayes con mucho sosiego; asistió en el jueves santo con las otras a los maitines de las religiosas dominicas, en donde también se halló este testigo, y al empezar el miserere, sucedió lo mismo […]. En esta ocasión se halló cerca donde estaba; y como las mujeres que estaban inmediatas se empezaron a mover, las sosegó diciendo no necesitaba de cosa alguna; que era mal de corazón que solía padecer, y sólo una de aquellas señoras compañeras la sostenía con el pretexto de los males que padecía. Uno de los quejidos que dio, dijo el testigo, fue éste: ¡Ay cruz amada!; en otros también dijo algo que no entendió. Tardó en volver y no la dejaron este testigo y sus compañeras, y la fueron acompañando hasta su casa; este testigo para observarlo todo. Dijeron las demás que por la mañana en el Viernes Santo tenían intención de bajar a la colegiata a oír el sermón de Pasión, y les dijo este testigo que también había de ir; pero añade que llamó aparte a la Madre María Antonia y le dijo no bajase, por huir de exterioridad, a menos que se hallase muy fuerte; calló. Y a la mañana, fueron juntas por su casa. Viola muy alentada; y diciéndole separadamente que con su licencia bajaría, la dejó ir, con la intención de observarla más bien, caso que le repitiesen los desmayos.
     Con prevención la mandó se pusiese junto a la puerta, para poderse salir luego de la iglesia si le sucedía algo. Así lo ejecutó, y apenas en el sermón se empezó a decir algo de la dolorosísima Pasión de nuestro Señor Jesucristo, cuando se cayó desmayada. Habíase atravesado mucha gente a la puerta y, viéndola callada, este testigo se estuvo quieto por no causar inquietud y alboroto en el concurso; prosiguióse el sermón refiriendo los pasos individuales, y empezó a dar quejidos. Por lo que dijo a las que la acompañaban la dijesen se saliese, que la ayudarían; pero no estaba capaz de eso. Aunque los gemidos eran bajos, pero muy al punto cuando el padre decía alguna cosa de más ponderación de la Pasión del Señor; y estos y los antecedentes no parecían en el modo ordinario, sino como una cosa muy lastimosa y enternecida, que salían vivamente del corazón. El mío, dice este testigo, se traspasaba con cada uno; no tanto -por mi tibieza- por el motivo que a ella parece le movía, como del sentimiento de que fuese en tanta publicidad; sólo me consolaba lo que había leído en el libro que me sirve aquí, y ha servido allí, de norte, de nuestra santa [Teresa de Jesús], de que acaso quería Dios también se trasluciesen en esta criatura sus favores.
Acabóse el sermón, y viendo que no volvía, previno este testigo a sus compañeras se quedasen con ella; y se fue con la demás gente a andar el Vía Crucis. Volvió a la iglesia después, y halló que no había aún vuelto en sí; y, previniéndosele por la experiencia pasada que, si se comenzaban los oficios volvería a sus gemidos, dispuso la sacasen en brazos de la iglesia y la pasasen a una casa inmediata, donde la hizo echar en una cama, asistida de sus compañeras. Empezó la murmuración contra este testigo, atribuyendo aquellos accidentes a los cilicios y penitencias que juzgaban le había permitido; como si no se hiciera cargo de que eran muy bastantes los que Dios la daba con sus males. Y estando a la vista de lo que sucedía, dice que notó que de allí a cosa de dos horas empezó a dar algunos gemidos; fue a la iglesia a ver lo que pasaba, y se estaba cantando la Pasión; volvió a verla, y reparó que algunos ayes eran más subidos.

     Confundíme -afirma- en mi interior y no sé si lo pude totalmente disimular, y lo mismo pasaba por las compañeras. Retiréme y volví después allí. Sin volver de su letargo la hallé con color muy mortal. Toméle el pulso y era muy poco el que la sentía, aunque Dios me parece me alentaba a confiar que era particular disposición suya; no obstante, algo temí y le dije lo que en otra ocasión: “Cristiana, no se muera”. En medio de estar tan demudada, algo se sonrió, y meneó la cabeza con señal de que no se moriría. Yo consentí en que Dios con esta señal me quiso consolar y asegurar de mis temores; a lo menos yo quedé muy fortalecido. Llegamos -prosigue este testigo- cerca de las tres de la tarde en que se comenzó el sermón del descendimiento; y empezó también María Antonia con sus dolorosos gemidos, algunos también más recios. Pasada cosa de media hora, se estremeció, pero sin gestos ni visajes, y quedó suspendida en silencio. Volvió después de un rato con los ayes, fui a mirar desde la puerta de la iglesia en qué estado se iba, y reparé empezaba a desenclavar la imagen de nuestro Señor; volví a verla, y halléla en la misma disposición.

         Confieso sentí en mí una fuerza grande y una conmoción de espíritu que no pude detenerme sin arrodillarme a un rincón y hacer alguna oración al Señor; y la que aquí se me ocurrió fue deseo de ocasiones de padecer, cuyo efecto -¡bendito sea Dios!- estoy experimentando. Refiero algunas veces lo que también a mí me pasaba, como efecto de lo que obraba Dios en aquella criatura, porque el demonio causa diferentes efectos en los circunstantes; y los que sintieron las compañeras y yo, y más gente de la beatitud, fueron también conocidamente grandes. En la señorita Campuzana (era ésta, dice este testigo, hija del corregidor de aquella villa), se le infundió un celo de servir a Dios a cara descubierta, como lo ejecutó, venciendo los respetos humanos que le servían de algún impedimento y en todas causó un fervor grande y confusión de lo que veían. Hízose la procesión, y viendo se acercaba la noche, la llamé y dije como allí no se podía quedar; diose por entendida y pidió por señas la incorporasen algo; alentéla sobre que era menester esforzarse a dejar aquella casa libre y retirarnos a las nuestras. Después de una hora pidió la incorporasen del todo, y mirábase y veíamosla como pasmada, titubeando, que no se podía hallar ni tener. Procuré tomase algo, pero dijo no podía; no se consideraba capaz de irse, y nos decía a nosotros nos retirásemos. Paréceme nos preguntó si nosotros veíamos o estábamos en claridad, considerándose ella a oscuras y en tinieblas.


    Viendo estas cosas, consideré por conveniente llevarla en una silla, porque ni arrimada podía irse. Mientras fueron [a] buscar la silla, se quedó otra vez -supongo- arrobada, porque las señales eran de eso (según las desmenuza la doctora mística, especialmente al capítulo veinte, que es el estado en que considero a María Antonia). Enajenada totalmente iba, pues aun la cabeza era menester amparársela, y con todo, se cayó en el camino bien de alto, pero con la fortuna que siempre tuvo de no hacerse daño; y lo mismo le sucedió en los que juzgué más ciertos arrobamientos a lo adelante, como diré. Hice la echasen en cama y me retiré a casa del abad, con quien ya me declaré en mucho de lo que pasaba, sobre que se quedó admirado. Volví a verla de noche y la hallé acostada, pero algo recobrada y rendida de fuerzas. Preguntéla qué venía a ser esto. Díjome había sentido las penas del Huerto y lo restante de la Pasión. Después cuando se hiciera incorporar, me parece dijo sintiera la oscuridad del sol y tinieblas de tal manera que no se hallaba. Procuré tomase algo, pero fue en vano; ni a mí me daban estas cosas ya cuidado, por la experiencia pasada y así la dejé hasta por la mañana, que la encontré en la alcoba sentada en el suelo, porque me dijo no se hallaba en la cama. Preguntéle qué sentía o le pasaba, y díjome, según mal no me acuerdo, que las angustias y soledad de nuestra Señora.

    Estas respuestas eran muy sumisas, y lo mismo las de todos los arrobamientos pasados, mientras no se recobraba mucho. Con esto que iba sucediendo, persuadíme que así se estaría hasta el día propio de la resurrección. Fuime a la misa a San Francisco y después de ella volví a verla por si tornara en sí con las campanas y cañonazos. Vuelvo a ver a María Antonia el domingo de resurrección por la mañana, y la encontré levantada y alegre como si nada hubiera pasado. Después de no comer tres o cuatro días, pidióme licencia para reconciliarse y comulgar, la que le di. 

    Hasta aquí este testigo, cuyas palabras formales son sacadas de un papel que exhibió y había escrito de su mano en esta ciudad de Tuy cuando el señor obispo le tenía recluso en ella, como queda referido, por mandato de su ilustrísima, para darle cuenta individual de lo que le había pasado con la Madre María Antonia. Y vuelto a preguntar si sabe que por aquel tiempo padeciese más trabajos de los que lleva referidos, dijo no hacía memoria de más ni tuvo por conveniente preguntarle más de aquellos que notaba por sí mismo. Con lo que tiene respondido”.
    
Señor-Jesús, desvélanos el Misterio de tu Amor y tu dolor, para que tu salvación alcance hasta los confines de la tierra. Que tu paz y tu perdón apresuren la redención que nuestros pecados retardan. Amén.



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