"¡Hoy a tus pies, glorioso san José!"... (Himno litúrgico de su solemnidad).

 "Casiña do meu contento"... (IV)


       Queridos amigos: 
            ¡¡¡Llegamos, con inmensa alegría, devoción y gratitud, al 19 de marzo, a la gran Fiesta de nuestro Padre san José!!! 
         Este año revestimos de gala y de ornato el día a él dedicado, deseosos de que, la preciosísima Carta apostólica del Papa Francisco, Patris Corde, nos haya calado hondo hasta el punto de haber notado un progreso llamativo en nuestro amor hacia este Santo, del que dice que tuvo una misión única para custodiar, velar y decidir los momentos más desconcertantes y peligrosos de la infancia de Jesús. Es una Carta que aconsejamos a todos leer, porque ciertamente el corazón del Papa se ha dejado ver al descubierto, y cada reflexión sobre ese “hombre amado, hombre de la ternura, de la obediencia, de la valentía creativa, la sombra del Padre en la tierra”, ese hombre maravilloso y fiel, humilde y práctico, es toda una radiografía espiritual para conocerlo mejor y amarlo como Jesús y María le han amado...

   Con estos sentimientos de amor y de gratitud hacia este padre bueno que es José para cada uno de nosotros, la mejor manera de honrarlo desde estas páginas del Blog, será narrando el final de la peregrinación de nuestras cuatro amigas, que precisamente rondando la fiesta de san José  -llegan a Sevilla la antevíspera del 19 de marzo-, alcanzaron su meta y sus deseos, no sin la manifiesta intervención del glorioso Patriarca… ¡Escuchemos el emocionante relato de María Antonia!:

        “Llegamos a Sevilla. Y antes de entrar dentro de los muros de la ciudad, despachamos al ordinario con sus caballerías. Y un rato de camino fuimos a pie, solitas, derechas al barrio donde vivía el hermano, el que nos estaba esperando. Llegamos al barrio, y quiso Dios que encontramos con él que debía de andar por allí de propósito, por ver si llegábamos. Le saludamos, y él hizo lo mismo. Y me preguntó lo primero, cómo habíamos tardado tanto en llegar. Yo le dije que, después de ser mujeres, que habíamos estado algunas de nosotras, malas; y que fue preciso el detenernos; y después de esto, que lo más del camino habíamos caminado a pie, y a la divina providencia. Él dijo: –Que hayan tenido valor, me espanto. Pocas palabras gastamos en este primer encuentro que, me parece, fue la antevíspera de nuestro padre san José cuando llegamos a Sevilla, y hablamos con mi hermano la primera vez en aquella ciudad. Nos llevó a una casa de una buena sevillana, que ya le tenía pedido un cuarto para nosotras”.

     Al día siguiente, 18 de marzo, después de haberlas dejado descansar, pues estaba “harto compadecido”, Juan Antonio vuelve a verlas de nuevo:

“Y, después de un rato de conversación, todas juntas, nos apartamos los dos para hablar lo que era preciso. Lo primero que me dijo el hermano, sin que yo empezara la conversación fue, que bien sabía a lo que yo iba por noticias antecedentes, que si yo esperaba licencia suya para apartarse de mí, que eran en vano mis pensamientos y que mi viaje había sido ocioso. Que en cuanto a materia de apartarse de mí para siempre, que si no fuese por muerte, sería imposible;  […] –Ahora ya veo que traes esas pobres doncellas contigo, con ánimo de trabajar cuanto puedas para ver si pueden lograr su vocación y buenos deseos que muestran, en retirarse del mundo para consagrarse a Dios. 

Y porque me compadezco de sus buenos deseos y ver que han tenido valor para acompañarte por esos caminos, te doy licencia para que hagas lo que Dios te inspire por ellas; y, aunque sea necesario el que vayas a Roma, te doy facultad para ello; pero con la condición que, después de hacer todo lo posible para que ellas logren el verse en el estado religioso que desean, te has de volver conmigo y nos mantendremos juntos hasta la muerte. –Yo dije: –Enhorabuena, hermano mío; y alabo a Dios de verte tan lleno de caridad que te compadeces de estas pobres doncellas. Esto se quedó así; él se retiró a su vivienda y nosotras nos quedamos en nuestro cuarto. Yo dije a mis queridas hermanas que el hermano estaba muy compadecido de ellas, pero que de mí mostraba poca compasión […]. Esto se quedó así hasta que vino la noche, que fue la segunda de haber llegado a Sevilla: que a mí me parece fue la víspera de nuestro padre san José. Yo pedí a Dios luz sobre si me convendría ir adonde él estaba; que me parecía a mí imposible no mover el Señor el corazón de aquella criatura, según mi fe y lo que había entendido de mi divino Esposo en el retiro de mi casa: de que me dejaría con libertad y él mismo sería religioso”.

          María Antonia pasa a la casa de su marido a esas horas del anochecer, y lo encuentra con la misma actitud que al principio. Juan Antonio tiene la costumbre de salir a rezar el Viacrucis, y así, deja a su mujer sola en el cuarto, invitándola a que mientras él está fuera, se acomode para dormir y descansar. Durante este tiempo transcurrido a solas en el cuarto, se ha puesto de rodillas, está en profunda oración, soportando un gran sufrimiento, pues todo lo que esperaba conseguir, el consentimiento de separación eclesiástica de su marido, se le ha venido abajo. Entonces, sin poder ocultar su pena, comienza a desahogar su corazón ante su Amado Señor:

      “En medio de mis súplicas en esta oración, que toda yo estaba bañada en lágrimas sólo de pensar que había de volver a la vida del matrimonio, no tenía fuerzas mi corazón para sufrirlo. Estando en esto me acordé de mi padre san José, y le dije: –Padrino mío, ¿qué has hecho? ¡Ha tanto tiempo que te encargué pidieras a mi divino Esposo moviera el corazón de este hombre para que me dejara libre para mi Esposo divino! – Al punto se me apareció mi santísimo padre san José, y me dijo con palabras sensibles: –¿Acaso no puede Dios hacer el milagro, aunque se haya pasado tiempo sin mover el corazón de tu marido en lo que deseas? A este modo fue lo que entendí de mi padre san José. Que era el decirme que, para Dios hacer la maravilla de mover el corazón del hermano para que me diera libertad, como he dicho, que no necesitaba el Señor hacer milagros antes de tiempo. Con esto me consolé [...].

        […] Pero, al punto, –que muy poco tiempo se pasó– me quitó el Señor de mi duda, que llamó el hermano, o abrió la puerta del cuarto donde me había dejado y, como me vio sin luz, dijo: –¿Has apagado la luz y no te has recogido a descansar? Yo, antes de que me viera, me levanté de donde estaba de rodillas y me senté en una silla como si tal oración no hubiera tenido. Él se sentó en otra silla, como una cosa que venía accidentado, con un color en el rostro cual nunca le había tenido. Como yo vi que estaba un poco trasmudado de su ser natural, le dije: –¿Qué tienes? o ¿qué te ha dado? Tú no traes el semblante que llevaste cuando saliste del cuarto. Él estaba de manera que, casi, no me podía responder y como una cosa sofocada, me dijo: –¿Qué tengo de tener? Lo que te suplico y te puedo decir es que me ayudes a hacer una confesión de toda mi vida que tan mal la he empleado. Yo le dije: –Dime: ¿qué ha sido eso que te ha dado, que vuelves de afuera con tan buenos deseos? Me dijo: –Lo que te puedo decir es que yo me quiero confesar a mi gusto; y quiero entregarme a Dios mejor de lo que lo he hecho hasta aquí. No quiero nada de esta vida, ni deseo otra cosa más de servir mucho a mi Dios. Y convengo en que nos apartemos para el fin de servir al Señor. Si tú quieres entrarte religiosa, yo haré lo mismo. Y nos daremos el consentimiento -uno a otro- delante de quién convenga, para que tú vayas, con la bendición de Dios, adonde su Majestad te llevare. Que yo haré voto de entrarme en religión también. Yo, al oír esto, confieso que no sé si estaba en cielo o en la tierra de ver aquella maravilla que hizo el Señor en aquel corazón, tan de repente que no había pasado hora y media cuando él estaba o mostraba mayor fortaleza, en cuanto a no darme libertad. Y esto sin que yo le hiciera la menor fuerza, como he dicho. Y ahora, de suyo, me ofrece todo lo que yo deseaba y no se podía pedir. 

 ¡Sea Dios infinitamente glorificado por todas sus maravillas!”.
(Autobiografía, CC, 83-84)


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