“¡Sígueme!...”

¡Oh Bondad de bondades! ¡Oh Amor sin medida! ¡Oh, quién te amara sin ella! ¡Oh qué ciega estaba yo, Dios, Señor mío, a tus divinas luces!

¡Oh qué sumergida debajo de las aguas de mis miserias y culpas! ¡Qué olvidada de Ti, Señor, estaba, que te obligó mi olvido en buscarte a Ti, a buscarme Tú, Señor mío, a mí en el mayor peligro de acabar de perderte! 

Estabas, Padre mío, en mi corazón escondido, pero como yo estaba ciega, no podía ver tus luces hasta que tu divina misericordia se dignó de abrirme los ojos; y aunque parecía me matabas y acababas mi vida con tanto diluvio de sentimientos, ¡cómo con tus divinas palabras y tan breves como han sido has hecho tan grandes efectos en mi pobre alma y cuerpo! 

Era sólo, Padre y Señor mío, para que renaciera a nueva vida; que, aunque parece matas, también vivificas al mismo tiempo. Permite, Bien mío, que no pierda mi alma tantas luces, 

y que esos divinos rayos no se aparten de mí; y a todas las almas alumbra con ellos, para que conozcan tu infinita caridad y amor, y con él te amen y sirvan hasta gozarte y verte en tu santo reino. Que seas alabado por todos los siglos. Amén. Amén.


Comentarios